lunes, octubre 30, 2006

Cartón pintado

Albert Hofmann nació en 1906 en Baden (Suiza), se doctoró en la Universidad de Zurich (Suiza), trabajó durante 42 años en la farmacéutica Sandoz (Suiza) y desde su jubilación en 1971 vive en Rittmatte (Suiza). Eso no obstante, la de Hofmann, que acaba de alcanzar la muy suiza edad de 100 años, no fue una vida signada por la monotonía: en 1943, cuando un misterioso presentimiento lo llevó a sintetizar nuevamente una sustancia que cinco años antes había sido descartada por el laboratorio (Lyserg Säure-Diäthylamid 25, su nombre), se vio obligado a interrumpir su trabajo por efecto de un malestar y volvió a su casa. “Me recosté y me hundí en un estado de ebriedad nada desagradable, caracterizado por una imaginación extremadamente activa. En la penumbra y con los ojos cerrados –la luz del día me parecía desagradablemente brillante– percibí una cadena ininterrumpida de imágenes fantásticas de increíble plasticidad y de un intenso, calidoscópico juego de colores.”

El Dr. Hofmann cuidaba meticulosamente la higiene en su trabajo, por lo que le era inexplicable haber entrado en contacto con alguna sustancia más que a través de la piel y en cantidades minúsculas. Si la sustancia que había estado manipulando era efectivamente la causa de esta experiencia bizarra, debía tener una potencia nunca vista. “Parecía haber una sola forma de llegar al fondo de esto. Decidí experimentar en mí mismo.”

La temeraria acción tuvo lugar el 19 de abril de 1943 en el significativo horario de las 4.20. “Mareos incipientes, sentimiento de ansiedad, distorsiones visuales, síntomas de parálisis, deseo de reír”, es todo lo que pudo anotar el doctor luego de ingerir 0,25 mg de LSD. Mientras en la convulsionada Varsovia comenzaba el levantamiento final del Ghetto, en la tranquila Basilea tenía lugar, sobre dos ruedas, el primer trip lisérgico intencional de la historia de Occidente.

Con las mejores intenciones:

Una vez superadas sin (demasiados) accidentes las pruebas en animales (“en los peces se observaron posturas de nado inusuales, mientras que en las arañas el LSD aparentemente produjo alteraciones en el tejido de las telas”), la droga quedó bajo el dominio de la psiquiatría. Los efectos observados recordaban lo que ya se conocía de la mescalina, sólo que el LSD era de 5 mil a 10 mil veces más activo. Además del aspecto cuantitativo, presentaba una diferencia cualitativa fundamental: por su alta especificidad, parecía hecho especialmente para trastornar la mente de los humanos.

Los laboratorios Sandoz produjeron la prometedora droga bajo el nombre de Delysid, que se repartía en forma gratuita entre los investigadores. Lo que en su prospecto estaba asentado como “propiedades” hoy ocuparía el rango de efectos secundarios indeseables: “Trastorno transitorio de los afectos, alucinaciones, pérdida de la personalidad, revitalización de memorias reprimidas y leves síntomas neurovegetativos”. Sus áreas de uso eran dos: la psicoterapia analítica (“para obtener la liberación de material reprimido y proveer relajación mental particularmente en estados de ansiedad y neurosis obsesiva”) y para estudios experimentales acerca de la naturaleza de las psicosis: “Delysid puede ser usado también para inducir psicosis de duración corta en sujetos normales, facilitando así el estudio de la patogénesis de las enfermedades mentales”.

Fiesta:

Hofmann sabía que una droga así presentada reunía las condiciones suficientes como para despertar una cierta curiosidad fuera de los laboratorios, sobre todo entre escritores y artistas. No intuyó, en cambio, si hemos de dar fe a sus confesiones, que podía hallar cabida en un público más masivo, hasta convertirse en una de las drogas más populares, y sin dudas la más simbólica, de toda una generación. El puente fue tendido por los medios. Aunque los experimentos seguían llevándose a cabo en las clínicas, los resultados comenzaron a publicarse en revistas y periódicos. Los voluntarios para experimentar LSD se multiplicaron como actores masculinos en un casting para una película pornográfica. Probablemente la crónica que más impacto causó en la opinión pública fue la publicada por la revista Look en septiembre de 1959: “La curiosa historia detrás del nuevo Cary Grant”. Allí, el único actor que Hitchcock toleró en su vida contaba que el yoga, la hipnosis y el misticismo no habían logrado darle la paz interior que sí le dio el LSD: “Nací de nuevo”, declaró.

Otras publicaciones no científicas fomentaron la fama de “la bomba atómica espiritual”, “la única invención feliz del siglo XX”, como la apodaron los entusiastas. Entre ellas, los best-sellers Explorando el espacio interior de Jane Dunlap (1961) y Mi yo y yo de Constance Newland (1963). En este segundo libro, Newland contaba que un tratamiento a base de ácido lisérgico la había curado de su frigidez. “Después de tales declaraciones –anota Hofmann–, uno puede imaginarse que mucha gente quiso experimentar por sí misma esta medicina maravillosa.”

La adopción del LSD por parte del movimiento hippie politizó la droga, transformando su consumo en un acto de resistencia antiestablishment. Paralelamente comenzaron a aparecer historias sobre crímenes, suicidios y crisis psicóticas influenciadas por la droga. “Ojalá no la hubieses descubierto”, cuenta Hofmann que le dijo su jefe. Para la empresa farmacéutica Sandoz, la histeria colectiva sólo significaba “una carga de trabajo improductivo”, por lo que en 1965 se decidió discontinuar su producción. Dos años más tarde, las leyes de Estados Unidos incluyeron el LSD entre las drogas más peligrosas, prohibiendo su uso académico, psiquiátrico y aun religioso (el peyote, su pariente mexicano, sí puede usarse en ciertas festividades).

Desde 1971, la prohibición se extendió a todos los países miembro de las Naciones Unidas y, contra todo lo esperable, funcionó. El LSD perdió paulatinamente importancia, cediendo el pedestal a drogas mucho más dañinas para el cuerpo como las anfetaminas, la cocaína y la heroína.

El apostol:

Un capítulo de LSD: Mi niño problemático (1979), la biografía del LSD que escribió Hofmann, está dedicado a Timothy Leary, su máximo apóstol. En 1963, recuerda Hofmann, Sandoz recibió de Leary un pedido de LSD equivalente a un millón de dosis, primero con el sello de Harvard, donde Leary enseñaba psicología, y luego con el de una ignota Federación Internacional por la Liberación Interna. “Poco después, Leary fue despedido del staff de profesores de Harvard porque sus investigaciones, al principio conducidas en un ambiente académico, perdieron su carácter científico: los experimentos se transformaron en fiestas de LSD.”

Cuenta Hofmann que Leary creó un “centro de estudios” en Zihuatanejo, México, y luego (de ser expulsado del país) otro en Millbrook, Nueva York. La Fundación Castalia y sus “seminarios psicodélicos” se convirtieron pronto en la meca del movimiento (el nombre de la fundación deriva del reino espiritual imaginado por Hesse en El juego de abalorios, donde Castalia significa tanto como “la ciudad de la castidad”; hay razones para creer que la cita de Leary presenta una cierta dosis de ironía). Más tarde, el mesías del ácido lisérgico se convirtió al hinduismo, creó la LSD (League of Spiritual Discovery), fue encarcelado, se escapó y pidió asilo político en Suiza.

El 3 de septiembre de 1971, padre y apóstol del LSD se encontraron en un bar de estación. Por su figura esbelta, bronceada y jovial, Leary “daba el tipo más de un campeón de tenis que de un ex profesor de Harvard”. Fue un intercambio aparentemente cordial, aunque Hofmann aprovechó para recriminar a Leary la publicidad desmedida que hacía de la droga y su hábito de propagarla incluso entre los más jóvenes. En un reciente reportaje con el New York Times, lo trató de criminal.

Leary escribió varios libros (entre ellos, una guía para psiconautas basada en el Tao-Te-King), fue catalogado por Nixon como “el hombre más peligroso de América” (y acusado por sus amigos de colaborar con la CIA), quiso congelar su cuerpo (hasta que se descubriera la forma de operar el cáncer de próstata que terminó matándolo), fue honrado en canciones y películas (“Timothy Leary está muerto. No, no, no, está afuera mirando hacia adentro”, cantan los

Moody Blues), vio en Internet un nuevo LSD y filmó en 1996 su propia muerte (“hermoso”, parece que fue la última palabra que pronunció). Parte de sus restos fueron desparramados por un cohete en el espacio.

CIA(nuro):

Además del capítulo dedicado a Leary, Hofmann reproduce su correspondencia con Aldous Houxley, cuenta en detalle sus viajes mentales junto a Ernst Junger y habla extensamente de hongos y plantas mágicas. No hace ninguna mención, sin embargo, de los experimentos llevados a cabo por la CIA con LSD, el único uso verdaderamente criminal que se le dio a la droga.

El proyecto de control mental MKULTRA comenzó a diez años del descubrimiento de Hofmann y duró casi hasta la prohibición. Dirigido por el Dr. Sidney Gottlieb, su objetivo era desarrollar una “droga de la verdad” con la cual interrogar a los prisioneros de guerra (fría) y eventualmente matar a Fidel. Se experimentó con todo tipo de drogas e incluso con electricidad. Los experimentos con LSD se llevaban a cabo muchas veces sin el conocimiento de los damnificados y contemplaban su tortura psíquica y física. La droga resultó ser demasiado impredecible, por lo que la CIA suspendió los experimentos. Algunos conspirativistas creen que precisamente por su poder de disolución los servicios decidieron introducir el ácido en el movimiento hippie a través del recóndito Al Hubbard, conocido como el “Capitán Viajes” porque siempre llevaba una valija de cuero con LSD y otras drogas.

Al menos uno de los experimentos de la CIA terminó de forma fatal. En noviembre de 1953, el Dr. Frank Olson, bioquímico especialista en armas biológicas, cayó desde la ventana cerrada de un piso 22. Instigada por un artículo en el NYT, una comisión del congreso reveló en 1975 que Olson había bebido LSD sin saberlo. No fue la única baja que dejaron los experimentos de la CIA, pero como los documentos del proyecto MKULTRA fueron quemados es difícil reconstruir otros casos. En 1976, el presidente Ford prohibió a la CIA toda experimentación en humanos sin su previo consentimiento. Hay razones para creer que la prohibición no funcionó.

La sacra droga:

El festejo por el cumpleaños número 100 de Albert Hofmann fue adelantándose con la publicación de libros y la filmación de documentales. El fin de semana pasado coronó la celebración un simposio sobre LSD. Dos mil personas de unos 40 países se reunieron en Basilea para discutir pasado, presente y futuro de estas tres siglas prohibidas. Durante el día, pues las noches estuvieron reservadas, siempre con open end, a fiestas electrónicas.

Entre los invitados se encontraba, naturalmente, el mismo Hofmann, que sólo desde hace poco camina con bastón y que hasta ahora nunca necesitó la ayuda de anteojos o audífonos. Su pócima de la longevidad no es el LSD sino la casa que se hizo construir hace 35 años cerca de la frontera suiza con Francia: “Si viviera en la ciudad, hace tiempo que me hubiera muerto –le dijo al diario alemán Taz–. Tuve la suerte de vivir aquí, en este paraíso, y cuando se vive en el paraíso, uno no quiere irse tan pronto”.

A pesar del uso abusivo y de la prohibición, Hofmann sigue convencido de que el LSD tiene futuro. “Debería ser una sustancia controlada con el mismo status que la morfina”, dijo al NYT. Su mayor preocupación continúa siendo la escisión entre sujeto y objeto en la sociedad moderna, y eso es exactamente lo que el LSD puede ayudar a superar. “Bajo el LSD, los lazos entre el yo que experimenta y el mundo exterior prácticamente desaparecen”, establece hacia el final de su libro. Recordando los misterios eleusianos y la gesta dionisíaca de Nietzsche, Hofmann reclama no una vuelta rousseauna a la naturaleza sino una re-experimentación de la unidad de todo lo vivo a través de la meditación. “Yo creo que la verdadera importancia del LSD está en la posibilidad de proveer ayuda material a la meditación que busca una experiencia más profunda y comprensiva de la realidad. Ese uso está del todo en acuerdo con la esencia y el carácter del LSD como una droga sacra.”

Ariel Magnus

El Primer Viaje fue en Bicicleta / Albert Hofmann:

Debía luchar para hablar de una forma inteligible. Le pedí a mi asistente, que estaba informado del experimento, que me acompañara a casa. Fuimos en bicicleta, pues no había automóviles por las restricciones de uso durante la guerra. En el camino, mi condición comenzó a tomar formas amenazadoras. Todo en mi campo de visión ondeaba y estaba distorsionado como si lo viera en un espejo curvo. Tenía, además, la sensación de estar incapacitado para moverme de mi lugar, aunque mi asistente me dijo más tarde que viajamos a gran velocidad. Finalmente llegamos a casa sanos y salvos, y apenas si fui capaz de pedirle a mi compañero que llamara al médico de la familia y que pidiera un vaso de leche a los vecinos. A pesar de mi condición delirante y salvaje, tenía breves períodos de pensamiento claro y efectivo, y elegí leche como un antídoto no específico contra el envenenamiento.

El mareo y la sensación de desmayo se hicieron tan fuertes que por momentos no me podía mantener en pie, y tuve que recostarme en el sofá. Mi alrededor se había transformado de una manera más aterradora todavía. Todo en la sala daba vueltas, y los objetos familiares y los muebles asumían formas grotescas y amenazadoras. Estaban en continuo movimiento, animados, como conducidos por una agitación interior. La señora de al lado, a la que casi no reconocí, me trajo leche (en el transcurso de la tarde tomé más de dos litros). Ella ya no era la Señora R sino una bruja malévola e insidiosa con una máscara de colores.

Peor que las transformaciones demoníacas del mundo exterior eran las alteraciones que percibía en mí mismo, en mi ser interior. Cualquier esfuerzo de mi voluntad, cualquier intento por poner fin a la desintegración del mundo exterior y la disolución de mi ego parecían inútiles. Un demonio se había apoderado de mí, había tomado posesión de mi cuerpo, mi mente y mi alma. Yo saltaba y gritaba tratando de liberarme de él, pero luego me hundía nuevamente y yacía indefenso sobre el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había conquistado. Era el demonio que triunfaba desdeñosamente sobre mi voluntad. Tuve miedo de volverme loco. Fui llevado a otro mundo, a otro lugar, a otro tiempo. Mi cuerpo parecía sin sensación, sin vida, extraño. ¿Estaba muerto? ¿Era ésta la transición? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo y luego percibía claramente, como un observador externo, la total tragedia de mi situación. Una idea llena de amarga ironía tomó forma: si ahora era forzado a abandonar prematuramente este mundo era por culpa del ácido lisérgico que yo mismo había traído al mundo.

Viajando con Junger / Albert Hofmann:

A principios de febrero de 1951 vino la gran aventura: un viaje de LSD con Ernst Junger. Puesto que hasta ese momento sólo había reportes de experimentos con LSD en conexión con investigaciones psiquiátricas, este experimento me interesaba especialmente: era la oportunidad de observar los efectos del LSD en un artista, dentro de un ambiente no médico. Esto fue un poco antes de que Aldous Huxley comenzara a experimentar con mescalina desde la misma perspectiva, sobre lo que habló en sus dos libros, Las puertas de la percepción y Cielo e Infierno.

El viaje tuvo lugar a las 10 de la mañana en la sala de estar de nuestra casa en Bottmingen. Ya que la reacción de un hombre tan sensible como Ernst Junger era impredecible, se eligió una dosis baja, sólo 0,05 mg.

La fase inicial estuvo caracterizada por la intensificación de la experiencia estética. En mutuo estupor contemplamos el humo ascendiendo con la soltura del pensamiento desde el incienso japonés. Cuando la embriaguez se hizo más profunda y la conversación llegó a su fin, alcanzamos fantásticas ensoñaciones sentados en nuestros sillones con los ojos cerrados. Ernst Junger disfrutó del despliegue colorido de imágenes orientales; yo estaba de viaje entre tribus bereberes en el norte de Africa.

El retorno de nuestro estado alterado de conciencia estuvo asociado con una gran sensibilidad al frío. Como viajeros congelados, nos envolvimos en cobertores para el aterrizaje. El retorno a la realidad cotidiana fue celebrado con una buena cena, en donde el Borgoña fluyó copiosamente.

El viaje estuvo caracterizado por el paralelismo de nuestras experiencias, percibidas como profundamente alegres. Estuvimos cerca de la puerta de una experiencia mística; sin embargo, no ocurrió. La dosis elegida era demasiado baja. Malinterpretando esta razón, Ernst Junger, que con anterioridad había entrado en reinos más profundos de la mano de dosis más altas de mescalina, observó: “Comparado con el tigre mescalina, su LSD es, después de todo, no más que un gato casero”. Posteriores experimentos con dosis más altas de LSD lo obligaron a revisar sus opiniones.

La segunda y última inmersión en el universo interno junto a Ernst Junger nos llevó muy lejos de la conciencia de todos los días. Fue en febrero de 1970. Ernst Junger tomó 0,15 mg de LSD y yo 0,10. Llegamos muy cerca de la puerta final. Claro que esta puerta, según Ernst Junger, sólo se abrirá para nosotros en la gran transición entre la vida y el más allá.

El angel exterminador / Albert Hofmann:

Una visita de una joven americana ha quedado grabada en mi mente como un ejemplo de los trágicos efectos del LSD. Fue durante mi hora de almuerzo, que normalmente paso en mi oficina bajo estricto confinamiento, sin visitantes, con la puerta que comunica a la oficina de la secretaria cerrada. Golpearon a la puerta, discreta pero firmemente, hasta que fui a abrir. Casi no podía creer lo que veían mis ojos: ante mí había una joven muy bella, rubia, de grandes ojos azules, con un largo vestido hippie, el pelo atado con una cinta y sandalias. “Soy Juana, vengo de Nueva York. ¿Es usted el señor Hofmann?” Antes de preguntar qué la había traído hasta mí, quise saber cómo había traspasado los dos puestos de control; los visitantes sólo eran admitidos luego de un llamado telefónico y esta niña florida tenía que haber llamado especialmente la atención. “Soy un ángel, puedo pasar por todos lados”, contestó. Luego explicó que venía en una gran misión. Tenía que salvar a su país, los Estados Unidos; sobre todo debía conducir al presidente Lyndon B. Johnson por el sendero correcto. Esto sólo podía lograrse administrándole LSD. Entonces recibiría las buenas ideas que le permitirían sacar a su país de las guerras y las dificultades internas.

Juana vino hacia mí en la esperanza de que yo la ayudara a cumplir con su misión; es decir, darle LSD al presidente. Su nombre indicaba que ella era la Juana de Arco de Norteamérica. No sé si mis argumentos, desarrollados con toda consideración por su sagrado entusiasmo, fueron capaces de convencerla de que, por razones psicológicas, técnicas, internas y externas, su plan no tenía perspectivas de éxito. Partió frustrada y triste. Al otro día recibí un llamado de Juana. De nuevo me pidió que la ayudara, ya que sus recursos económicos se habían agotado. La llevé a lo de un amigo en Zurich, quien le dio trabajo y con quien se quedó a vivir. Juana era maestra de profesión, además de pianista y cantante de clubes nocturnos. Desde luego, los buenos clientes burgueses no tenían idea de qué clase de ángel estaba sentado junto al gran piano con su negro vestido de noche, entreteniéndolos con su interpretación sensible y su voz suave y sensual. Pocos prestaban atención a la letra de sus canciones; en su mayoría eran canciones hippies, muchas de ellas con velados elogios de las drogas. Sus actuaciones en Zurich no duraron mucho; a las pocas semanas un amigo me contó que Juana había desaparecido súbitamente. Recibió una postal de ella tres meses más tarde, desde Israel. Había sido internada en un hospital psiquiátrico.

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